He pensado mucho en Ricardo Rendón en estos días. Sí, en el fabuloso caricaturista que fue el azote certero e irreductible de los políticos y de los gobiernos conservadores en las dos primeras décadas del silo XX. El genial Rendón que nos legó uno de los íconos eternos de este país, el indio de cigarrillos Pielroja, y el que se suicidó antes de cumplir los 36 años, en el café La gran vía, centro de Bogotá, en 1931, un año después de caer la hegemonía conservadora a la que tanto fustigó desde las páginas de El Espectador y de El Tiempo. Él solo alcanzó a ver los primeros albores de la “república liberal”, ese momento estelar en que Colombia pareció acercarse a la modernidad por primera vez.
A Rendón le pasó lo peor que le puede ocurrir a un librepensador: dejar de estar en la oposición, y que la ideología con la que se siente cercano, la de sus aspiraciones y sus convicciones, llegue al poder. Por eso he pensado mucho en él en los últimos días porque, aunque el suicidio no está entre mis planes, siento algo similar en estos primeros casi seis meses de Gustavo Petro. Luego de aguardar toda una vida por la llegada a la Presidencia de alguien que rompiera una realidad que parecía invariable, una condena para todas las generaciones, el año pasado muchos dejamos de ser oposición, pero no oposición a un partido, y ni siquiera a una ideología, sino a un modus operandi, a una conciencia de castas, a una mentalidad y a una hegemonía excluyente, gris y endogámica. Es una sensación extraña, por inédita, y porque ya empieza a sentirse la lucha interna entre el espíritu crítico y la fe en una ilusión.
Amigos y conocidos me han reclamado por los silencios ante este gobierno. “Si le dabas tan duro a Duque por qué no se ve lo mismo con Petro ─me preguntó hace poco alguien─. ¿Dónde está el equilibrio de tus notas periodísticas?”. No creo que se necesite explicar que una columna no es un artículo periodístico, que no se rige por los mismos principios, que no soy periodista ni trabajo para El Espectador, y que básicamente busco ejercer el derecho a opinar, como académico, como escritor, y en últimas como colombiano. Ahora bien, ya entrados en explicaciones, entonces también vale la pena aclarar que no soy petrista, nunca lo he sido, que no tengo nexo alguno con este gobierno, y que voté por él con la expectativa de un cambio, uno fuerte, decisivo, por el inicio de una hoja de ruta distinta, unas nuevas costumbres, un modo diferente de hacer y mandar, un cierre en las brechas y unas correcciones históricas, una nueva República Liberal.
Creo que ha transcurrido muy poco tiempo para empezar a cuestionar, y lo creo con el argumento válido, aunque simplista, de que son solo unos pocos meses de izquierda frente a un par de siglos de las derechas y las ultraderechas, pero sobre todo porque aún no se cumplen la mayoría de ciclos previsibles de la democracia, de aquellos que conllevan cortes de cuentas, evaluaciones parciales o definen coherencia, moral y talante: no se ha verificado una legislatura completa, no hemos culminado un año gravable ni un primer recaudo de impuestos, ni elaborado un presupuesto sin interferencias previas, no se ha renovado ningún alto cargo de la justicia, o de los órganos de supervisión, salvo la Contraloría; no ha habido elecciones. Es incipiente aun determinar cómo vamos y para dónde vamos. Un pensamiento similar defendí con el gobierno anterior. A Duque había que darle su tiempo así proviniera muy claramente de las entrañas de la bestia, y hubiera llegado al poder sin ninguna experiencia, con cero capital político propio, en un claro juego de endosos y como resultado de una campaña de mentiras y miedos.
Ahora bien, aunque sigo confiado en lo que pueda hacer Petro, en que estos cuatro años no sean una expectativa fallida, un efecto contraproducente para otras opciones independientes, de centro, de izquierda, un retorno feliz y agresivo de la ultraderecha, no renuncio a mi desconfianza medular en los gobiernos, en los poderosos de todas las doctrinas y las ideologías. Aun así admito que es urticante esto de que en cada juicio, en cada señalamiento posible al gobierno del país de uno deba mediar la ilusión, la expectativa del cambio, el temor a debilitar un proyecto en el que se tiene esperanza, y que de antemano se sabe que enfrenta enemigos feroces, en muchas tribunas pero también en la sombra. Era más fácil oponerse a más de lo mismo que oponerse a la expectativa del cambio. Más fácil criticar al malo conocido que al bueno por conocer.
Señor presidente, me gusta mucho su posible Plan Nacional de Desarrollo 2022-2026, su incremento salarial del 16 %, su respeto y coherencia ante la protesta social, el nombramiento de buena cantidad de sus ministros más veteranos, su pulso con los empresarios por la reforma tributaria, su posición arriesgada sobre la guerra contra las drogas, su convicción en una paz total, pero me preocupan los palos de ciego en la búsqueda de esa paz total y la sensación de tener muchas ganas pero pocas metodologías, la perplejidad en que anda la Fuerza Pública, la informalidad y escasa claridad sobre adonde irán unos cuantos billones de los nuevos gravámenes, el tufillo asistencialista y el populismo que empiezan a sugerirse… y me disgusta su posición frente al metro de Bogotá, esas defensas de solidaridad ideológica a Kirchner, en Argentina, a Castillo, en Perú, esa actitud tan deportiva para llegar tarde a todas partes o no llegar. Y me asusta pensar que de repente el país se quedó sin oposición, pues en sus mayorías políticas terminaron colándose muchos indeseables a los que usted condenó y resistió, razón primordial de nuestro voto por su Pacto Histórico en 2022. Grave que ese nicho tan determinante en el juego de la democracia quede en voces tan pobres como las de Enrique Gómez o el minúsculo Miguel Uribe Turbay.
Dejo esas pocas constancias parciales y superficiales, porque no soy un “escritor neutral”, de los que le gustaban a Duque, y anticipo que ya en muy pocos meses, en menos de un año, creo que será razonable empezar a hacer la pregunta: ¿y la vida sabrosa más o menos como para cuándo?