Un continente por renovar

Las reuniones de gobernantes del antiguo tercer mundo no se notan en la cotidianidad de la vida de sus países. Los grandes centros de poder político y económico las ven como muestras de folclor regional. Por lo general son cosas de gobiernos, e inclusive de minorías en el seno de ellos: las cancillerías, los presidentes, y uno que otro protagonista obligado. Aunque de pronto a alguien le puedan interesar en universidades, o desde la perspectiva de algún negocio.

No hay reunión de presidentes de la América Latina que no lleve implícita la evocación de versiones itinerantes de los líderes de la independencia. Como si cada uno de los concurrentes encarnara a su respectivo prócer. Panorama dentro del cual destacan diversas interpretaciones de Simón Bolívar, con su Carta de Jamaica, su Congreso Anfictiónico de Panamá y la idea de organizar el debido contrapeso a los Estados Unidos.

Cada gobernante se aparece allí con su idea del mundo, la economía y la democracia, así en algunos lugares esté abiertamente proscrita, o se le mantenga entre paréntesis bajo cualquier denominación. Las ínfulas del caudillismo se hacen presentes como si fuera una marca que por algún lado debe aflorar, con tono diferente según las cuentas personales de merecimientos y perspectivas de permanencia en el poder. Aunque algunos no concurren porque se consideran fuera de competencia, por exceso o por defecto.

Las inquietudes sobre la economía tienden a dominar el escenario, con el denominador común del anhelo de esa total independencia buscada desde el Siglo XIX y cada vez más difícil de concretar en un mundo lleno de cables cruzados. No faltan quienes tengan los arrestos para plantear proyectos de grandes proporciones, con la intención de vencer una geografía hasta ahora indomable, solucionar problemas regionales de efectos mundiales o derrotar desde aquí fenómenos de talla global. Como si, de paso, estuviera en juego el reconocimiento de líder o representante supremo de toda la región.

Sin haber transitado procesos como los de los europeos o los de los estados de los Estados Unidos, se plantean ideas sobre una integración de la que se quieren tener los máximos avances y ventajas, de una sola vez. Así se aprueban documentos, por demás extensos, y suficientemente intensos, en los que todo cabe. Textos que no siempre resultan armónicos y que difícilmente conducen a algo más que el triunfo pírrico de haber logrado la inclusión de un punto de vista determinado en la declaración final.

A ese ritmo se han propuesto diferentes modalidades de asociación, marcadas por un interés político o económico coyuntural, que suelen tener vigencia hasta cuando sus impulsores salen del escenario y surgen nuevos protagonistas que obran dentro de los mismos parámetros. Mientras tanto, cada quién continúa su turno conforme a la inercia real de sus relaciones y alianzas vecinales o extracontinentales, hasta cuando vuelven los apuros de inventar argumentos para discutir sobre la dimensión regional.

No hay que afanarse. Así es el curso de la historia, aquí y en todas partes. De ahí la importancia de su lectura cuidadosa y la reflexión sobre su desenvolvimiento, pasado y previsible, para que se pueda acertar. Afortunadamente hay apóstoles del pensamiento histórico abiertos al diálogo con sus correspondientes del pensamiento económico, de las consideraciones políticas y de los procesos sociales e institucionales, que pueden darle una mano a cada sociedad. Así, las reflexiones de talla continental dejarían de ser secretos burocráticos, apenas útiles para sustentar cada cumbre y luego desaparecer.

En lugar de centrar esporádicamente la atención en ferias de vanidades, con su desfile de discursos escritos a las carreras, es bueno entender que estamos en el cierre de una época, cuando caducan sagas centenarias de gobernantes en uno y otro lugar. Novatos y veteranos en la vida política del continente deben entender que el mestizaje, de toda índole, es cada vez más enriquecedor y debe ser más apreciado. Que en particular la hispanidad de la que nos apropiamos, mestiza y enriquecida, es una fuerza de cohesión con la que no cuenta ninguna otra región del mundo. Que ello no es incompatible con los intereses de los no hispanoparlantes. Pero, sobre todo, que es hora de abandonar radicalismos anacrónicos, cuya caducidad es evidente, y renovar la agenda de la vida continental.

Una mirada pesimista de nuestro momento histórico no es augurio de éxito. De poco sirve partir de la premisa generalizada, desgarradora e imprecisa, de que América Latina está en ruinas. Existen sectores rezagados, a los que hay que integrar a todo proyecto de futuro, pero el continente es hoy distinto y mejor que el de mediados del siglo XX. La cosecha misma de gobernantes de nueva índole es muestra de ello. Esos gobernantes han de mirar hacia adelante, en cumplimiento de una responsabilidad que no pueden evadir. A ellos corresponde interpretar el mundo de hoy y participar en la construcción del futuro, con realismo, pragmatismo y buena voluntad.

Tenemos la obligación de construir sobre la base del reconocimiento de que vivimos una realidad compleja, y de que no podemos cambiar la personalidad de un continente entero a punta de peroratas. La renovación de América Latina es un reto común, que no se puede realizar de espaldas al resto del mundo y requiere de esfuerzos en muchos frentes. Los proyectos de integración deben ser trabajados con paciencia, a partir de políticas de Estado, y no del espectáculo de aparición y desvanecimiento de figuras fulgurantes.

No es necesario arruinar ni desconocer el entramado de 500 años de formación. En cambio, es preciso concretar unos propósitos fundamentales que sirvan, después de tantos intentos, de hilo conductor de un proceso sostenido de integración que tomará tiempo en consolidarse. El compromiso con la democracia política y económica se debería convertir en propósito continental. Más fuerte aún que la sensibilidad en contra de los imperialismos debería ser el sentimiento de rechazo a la negación de las libertades en el seno de la propia familia latinoamericana.

En cada uno de nuestros países es preciso formar ciudadanos con visión universal y con información sobre la importancia de la dimensión latinoamericana, que nos debe fortalecer. Ya no sirve una educación que se limite a la denuncia y la atribución de la culpa a otros, indeterminados, que de todas maneras jamás nos podrán doblegar. Al tiempo que se mira en otras direcciones, es preciso fortalecer entre los empresarios el conocimiento de otras realidades continentales, con la seguridad de que podrán desarrollar acciones que no tienen por qué ser propuestas por los gobiernos.

Se dice que América Latina es cada vez más difícil de gobernar. Ello puede ser así porque de pronto sus gobernantes, apegados a su respectiva ortodoxia, no han advertido que existen dinámicas fuera de su alcance, marcadas por la iniciativa de gente que se ha puesto a hacer cosas sin perjuicio de quién gobierne. Emprendedores que han aprovechado espacios de libertad y oportunidades económicas que antes no existían, para consolidar realidades que en ocasiones sobrepasan la capacidad de maniobra de sus dirigentes políticos, aferrados a anacronismos que ya no valen.

Nuestros gobernantes tienen la oportunidad, y la obligación, de abrir las avenidas de la comunicación continental en todos los frentes. Así sus reuniones tendrán sentido no solo para la burocracia estatal sino para una comunidad sin par en el mundo, a partir de tantos elementos comunes que representan una riqueza al mismo tiempo inverosímil y desperdiciada. Por ahora, es muy posible que los motivos, los desarrollos, las conclusiones, las declaraciones y las consecuencias de una reunión de gobernantes latinoamericanos y del Caribe, que tuvo lugar en Buenos Aires hace poco, sigan siendo ampliamente desconocidos en el trámite de nuestra cotidianidad.

Author: editor

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